¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, íba al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún talento especial, ni poseía una imaginación prodigiosa, ni tenía mi cabeza llena de historias pugnando por salir y liberarse de mí o yo de ellas, ni pensaba que algún día pudiera hacerse realidad. Simplemente vivía conmigo como algo ajeno al mundo real, como otra vida paralela u otro yo que me permitía disfrutar de una vida interior entretenida, sin planes, pero llenando mi cuerpo con una semilla de ilusión vaga e imprecisa, mezclada con otros sueños o con otros yoes que también habitaban dentro de mí, como el de ser una bella actriz de cine con extraordinarias cualidades interpretativas, que llenara toda la pantalla y enamorara a todos los espectadores con un suave parpadeo de sus grandes ojos verdes; o una chispeante cantante de verbenas con un traje rojo ceñido y escotado delante de una maravillosa orquesta, que interpretara románticos boleros en noches de verano con hermosos cielos estrellados como telón de fondo.
Fui creciendo y el amor por la lectura nunca me abandonó (tampoco el amor
por la música y el cine), leía todo lo que caía en mis manos, colecciones de
clásicos encuadernados con barrocas portadas de colores y adornos dorados que
mi padre compraba para decorar las estanterías del salón; pasé tórridos veranos
de mi adolescencia devorando una novela de Corín Tellado por día, leí la obra
completa de Zola encuadernada con tapas de piel roja que aún conservo como
herencia paterna, pero que ya no es objeto decorativo en mi casa desde que la
moda minimalista me llevó a esconder todos mis libros en una estantería con
puertas de cristal translucido a través de las cuales sólo se adivina lo que
hay en su interior y que los protege del polvo. Leía sin orden ni concierto, no
sé si fue primero Shakespeare o las novelas de Zane Grey y no sé en qué momento
empecé a tener una clara predilección por la buena literatura.
Me gustaba leer tumbada en el sofá en el que me pasaba horas y horas y eso
exasperaba a mi madre que me gritaba:
-¡Niña, por qué no te pones a coser o a hacer algo de provecho!
Pero yo hacía oídos sordos y seguía disfrutando de mi pasión por la lectura
y viviendo vidas diferentes y extraordinarias a través de aquellas páginas.
No fui una buena estudiante pero no recuerdo cómo conseguí acabar el
Bachillerato, fui a la Universidad y cursé una carrera de letras, los números
me producen una especie de aversión quizás por la cantidad de veces que me
suspendieron las matemáticas en el colegio debido a mi falta de atención por
culpa de esas fantasías que me alejaban del rigor académico. Supongo que
deseaba ser profesora que era uno de mis juegos preferidos, sobre todo cuando
mi amiga Teresa me prestaba el traje de monja que le habían regalado y con el
que yo me veía tan atractiva y tan en mi papel de dar clase a sus hermanas
pequeñas.
Pero, ¡ay! No conseguí aprender lo suficiente y cuando acabé los estudios
no me sentía preparada para enseñar nada, así que colgué los “hábitos” y me
dediqué a variadas ocupaciones que se sucedieron en el tiempo: vendedora de
ropa, de enciclopedias, auxiliar en un hospital psiquiátrico, dueña de un
restaurante, profesora de cocina, …
Un buen día decidí que tenía que seguir aprendiendo y volví a la
Universidad (asomaban ya las primeras canas en mi abundante cabello negro) para
cursar una nueva carrera de letras. Esta vez, después de cinco años de estudio
intensivo en que me leí una copiosa representación de la historia de la
literatura española e hispanoamericana y una pequeña incursión en la literatura
inglesa, a un ritmo frenético en el que no sabía muy bien si leía o sobrevolaba
las miles de páginas, pensé que ya estaba preparada para compartir mis
conocimientos e inicié mi carrera en las aulas de educación secundaria. Fueron
unos años difíciles porque tanta lectura me reblandeció un poco el cerebro y
machacó mi espalda y no me preparó precisamente para la “guerra” sin cuartel
que tuve que iniciar contra ciertos aprendices de nada y doctores de la mala
vida a los que hube de enfrentarme.
Una enfermedad profesional me tiene recluida, por el momento, en una casa
aislada del mundo, sentada en un sillón ergonómico, viendo los árboles desde mi
ventana, disfrutando de muchas horas de soledad, sabiendo ya que nunca seré
cantante de verbenas, que quizá algún día me llegue la oportunidad de debutar
en el cine y que es el momento de iniciar esa novela que todavía no sé qué
contiene ni quiénes son sus personajes, pero que a lo mejor un día de estos se
me aparecen y me atrapan en sus, espero, sugestivas vidas.
Precioso y sincero texto en el que muestras la escritora que eres, tu vida es una novela o miles de ellas. Un aBRAZO!!
ResponderEliminarNunca es tarde y cada camino es diferente aunque con un punto común: la pasión de escribir. Me siento identificada en la parte en la describes que esta afición convivía contigo de forma irreal, pero ahí estaba y ahí sigue.
ResponderEliminarPuedes lograr lo que te propongas.
A por ello.
Bonita y sincera reflexión, Lu. Expresas muy bien tu amor por la escritura.
ResponderEliminarHola Lu, te escribo desde ésta preciosa entrada tuya, tan cercana y sugestiva. Como te dije el otro día, leí muchos de tus relatos y de Amparo, también, he repasado ahora y comenté algunos como Tres metros de cuerda -impactante-, en el blog ValenciaEscribe.
ResponderEliminarEstaba buscando el micro La condena, para ver si daba con la pista de la corriente filosófica jajaja, me quedo con la duda, intrigada. Aprovecho para felicitarte por el mismo, intuyo que muestras las fuerzas del destino (predeterminado) y el azar (caótico), me sugiere una posible elección que, tal vez, todos hagamos antes del comienzo de nuestra vida, aunque después no lo recordemos. Un abrazo¡¡
Asun