Elia terminó las
clases a las 8 de la tarde y se fue caminado hacia su casa. Había tenido suerte
con aquella sustitución: era en un instituto de
su ciudad, tenía un horario nocturno de lujo: de profesor veterano y jefe de departamento, además. Los alumnos
eran tranquilos, sólo había bachilleratos y un ciclo de formación
profesional; algunos compaginaban sus
estudios con la carrera de música en el
conservatorio. Éstos eran siempre los mejores, jóvenes con alma de artistas,
llenos de pasión y poco proclives a perder el tiempo. Elia estaba encantada y
sólo pedía poder quedarse todo el curso en aquel instituto.
Aquel día había
pedido a sus alumnos de primero que elaboraran una redacción en la que
reflejaran alguna de sus preocupaciones, o que hablaran de sus costumbres o de
sus ilusiones en la vida. Llevaba en su bolso sesenta narraciones para corregir
durante el fin de semana. No estaba mal, teniendo en cuenta que ella no tenía
ningún plan y que pensaba coger una bolsa de viaje con lo imprescindible y
tomar el autobús que la llevaría a su pequeño apartamento en la costa, desierta
en aquella época del año, corría el mes de febrero.
El sábado por la
mañana llegó al pueblo a eso de las 10, se bajó del autobús y emprendió el
camino hacia su casa por el paseo marítimo, todavía le quedaba un buen trecho
desde la parada hasta el apartamento. Hacía fresco aunque el sol brillaba con
intensidad y Elia agradecía la caricia del astro rey en su rostro. El mar
aparecía tranquilo y la ausencia de nubes convertía el panorama en una
envolvente gama de azules. Todo acompañado de la brisa invernal.
Cuando llegó, no vio
ningún coche aparcado en su calle, supuso que estaba sola en el edificio. Subió
por las escaleras hasta el cuarto piso, siempre lo hacía cuando no había gente,
previniendo la posibilidad de que el ascensor sufriera una avería y sabiendo que no habría nadie a quien pedir
auxilio. Entró en el apartamento y cerró la puerta con llave girándola dos
veces, era valiente pero esa soledad extrema le producía un asomo de inquietud.
Encendió todas las
estufas que tenía en la casa: dos radiadores de aceite y una catalítica de gas
butano que estaba situada en el pasillo, se puso ropa cómoda que guardaba en el
armario y bajó al pequeño supermercado, situado a quinientos metros de su
apartamento, que estaba abierto todo el año pese a la evidente escasez de
clientela. Allí compro unas cuantas provisiones y volvió a su casa. Sólo se
cruzó al volver con un anciano con aspecto de huertano curtido por el sol de muchos inviernos y
veranos que caminaba con la ayuda de un
bastón.
-Buenos días –le dijo al pasar a su
lado.
-Buenos días –le contestó ella y
pensó que ya sería la última voz que oiría en todo el fin de semana,
exceptuando, quizá, alguna surgida de su
móvil.
Al llegar al piso, se
tumbó en el sofá para corregir unas cuantas redacciones hasta la hora de comer.
Las primeras que leyó no tenían nada de extraordinario, todo perfectamente
previsible, llevaba muchos años con aquellos trabajos y con alumnos de aquellas
edades, que siempre parecían los mismos.
Al cabo de unos días de ver sus rostros, tenía la sensación de
conocerlos de toda la vida. Sin embargo, empezó a leer una narración que la
llenó de desasosiego. Era muy diferente a las otras incluso en el estilo que
parecía más cuidado y maduro, decía así:
Los días pasan bajo las sombras de una vida que ya no
lo es. Yo cavilo todo el tiempo en la forma de la huida: ensayo una muerte de
folletín. Uno de mis lugares favoritos es el cuarto de baño, me encierro en él
y miro las cuchillas de afeitar bien afiladas intentando imaginar cómo harían
brotar la sangre de mis venas a borbotones. Pruebo posturas distintas y me
figuro la reacción de mi madre, de mi padre, cuando me encontraran exánime
después de forzar la puerta, alarmados.
También me recreo fabulando una escena aterradora:
cuando vamos a la casa del pueblo, subo
al desván, me tumbo en el suelo e
imagino cómo quedaría mi cuerpo inerte colgado de una viga con una soga al
cuello.
Cuando me quedo sola en casa meto la cabeza dentro
del horno y trato de pensar en la sensación que sentiría con la salida del gas
acabando con mi vida de la manera – dicen-
más dulce.
Otras veces leo los prospectos de las muchas
medicinas que hay en el botiquín de mi casa, sin saber a ciencia cierta qué
pastillas serían las más adecuadas, las que me producirían una muerte más
rápida y me harían sentir menos dolor.
Me tientan los balcones sobre todo cuando voy a
visitar a mis tíos que viven en un séptimo piso, abro el que tienen en el salón y me quedo un rato sola con la escusa de
fumar un cigarrillo, mientras pienso en la fuerte estampida que se produciría y
en mi cuerpo destrozado en medio de la
calle, rodeado de viandantes aterrados y sorprendidos.
Cuando cojo el metro, fantaseo con la posibilidad de
arrojarme a las vías, segundos antes de que el tren inicie su marcha y casi
puedo sentir el estruendo de la máquina aplastando mi
persona, los gritos de la gente, el estupor del maquinista y el suceso
en primera página de los periódicos locales.
Esa es mi otra vida, la de dentro, la que sólo yo
conozco, la que le cuento a usted porque está de paso y porque tiene usted un no sé qué
en la mirada que me hace pensar que quizá pueda comprenderme.
Elia se quedó atónita
sin saber exactamente el alcance de aquellas palabras. Cerró los ojos y trató
de recordar si sus sinsabores de adolescente le habían llevado alguna vez a
frecuentar fantasías semejantes, quizá algún disgusto con sus padres, creía
recordar, pero en ningún modo había escrito ni imaginado un tratado sobre el
suicidio comparable a aquella espeluznante página. Se quedó muy preocupada todo
el fin de semana, no pudo seguir corrigiendo ni concentrarse en nada. Procuró
atontarse con algunos estúpidos programas de televisión y paseo por la orilla
de la playa bien provista de anorak y botas de agua.
El lunes a las seis
de la tarde, Elia llegó al instituto y entró en la clase de Primero A, el curso
de Elena, la autora de la pavorosa redacción. Allí estaba como siempre,
charlando con sus amigas. Saludaron a la profesora y comenzó la clase con total
normalidad. Al terminar, Elia se dirigió a ella:
-Elena, me gustaría hablar contigo,
yo tengo una hora libre…
-Yo tengo clase de mates –respondió
Elena dudosa- pero si quieres le pido permiso a Alejandro.
-Vale, vamos a donde no nos moleste
nadie.
Salieron del instituto
y se dirigieron al bar de la esquina, no había mucha gente. Se sentaron a una
mesa al lado de la ventana aunque la tarde empezaba a declinar. Pidieron un
refresco y cuando tenían los vasos en la mesa, Elia la miró fijamente a los
ojos:
-Bueno –dijo sacando de su bolso la
redacción- ¿Esto qué es, eres aficionada a la literatura de terror?
-No –contestó, bajando la vista-
todo lo que he escrito es verdad.
-¿Estás segura?
-Sí.
-¿Por
qué, cariño, cuál es la causa? –preguntó Elia con inquietud creciente en su
mirada y un ligero temblor en su voz.
-Es
una historia muy larga.
-Bueno,
¿quieres contármela?
-No
la sabe nadie.
-¿Quieres
contármela a mí?
-Es
por mi novio, Dani, me está jodiendo la vida.
-¿Cómo
es posible? ¿Qué pasa?
-Al
final del curso pasado terminamos, le dejé, me tenía harta desde que empezó a
meterse esa mierda por la nariz, le cambió el carácter y no me gustaba la gente
con la que empezamos a salir.
-Ya.
-Luego
vino el verano, las vacaciones, me fui con mis padres al pueblo y me olvidé de
todo. Allí me encontré con Javier, mi amigo de la infancia. Hacía dos años que
no lo veía y estaba cambiado, estaba mayor y más guapo, como nunca antes me lo
había parecido. Creo que surgió un flechazo entre nosotros. Nos enrollamos
enseguida y no nos despegamos en todo el verano. Nos bañábamos en el río,
andábamos de fiesta con la pandilla, pero siempre juntos él y yo.
-¿Y
qué tiene que ver eso?
-Luego
llegó septiembre y Javier se fue con sus padres a Madrid para continuar sus
estudios.
-¿Y?
-Yo
también volví al instituto. Tenía un poco de miedo de reencontrarme con Dani.
Respiré aliviada cuando me dijeron que este año no se había matriculado. Pero
la alegría duró poco porque el mismo día
que empezó el curso me estaba esperando con su moto a la salida.
-Ya
–continuó Elia- y ¿qué pasó?
-Me
dijo que me quería, que no podía vivir sin mí y que tenía que volver con él
porque si no, me mataría y después se mataría él.
-Y
tú ¿qué hiciste?
-Tenía
mucho miedo. Voy con él desde entonces. Sigue con sus mierdas de drogas y, a
veces, me obliga a tomarlas a mí. Estoy desesperada. Ha llegado a pegarme
cuando le he llevado la contraria. Sólo pienso en morirme y acabar con todo
esto de una vez.
-A
ver, cariño, necesitas ayuda y no sólo la mía, tienes que hablar con tus
padres.
-Eso
sí que no, no quiero que se enteren por nada del mundo.
-No
puedes seguir así, tienes que dejar a ese chico. ¿Quieres que hable yo con tus
padres?
-Te
he dicho que no, ellos no pueden enterarse.
Elia se sintió
impotente y muy preocupada. No sabía qué hacer. No sabía si podía traicionar la
confianza que una niña de dieciséis años había puesto en ella
-Prométeme que le dejarás y que
pedirás ayuda.
-Sí, te lo prometo. Mañana nos vamos
de excursión a la nieve, estaré una semana sin verlo y pensaré. Muchas gracias
por escucharme. Me has ayudado mucho, de verdad.
Al día siguiente de
la citada conversación, el profesor al que Elia sustituía se presentó en el
instituto diciendo que le daban el alta y que en tres días ocuparía su puesto.
Elia no podía irse
sin hacer algo por Elena y lo único que se le ocurrió fue confiar su secreto a
otra profesora con la que había congeniado en el breve tiempo que duró su
trabajo en el instituto. Amparo, que así se llamaba, era médico, daba clases en
un ciclo formativo para auxiliares de clínica y, como el instituto era pequeño,
conocía a todos los alumnos. Quedaron en que ella estaría pendiente de Elena a
su vuelta del viaje y de que trataría de ganarse su confianza para intentar
ayudarle.
A las dos semanas de dejar
el instituto, Elia encontró una carta en su buzón sin remitente. La abrió y
leyó su escueto contenido:
Querida profesora:
Me puse muy triste cuando volví del viaje a la nieve
y vi que te habías ido y que yo no había podido ni siquiera despedirme de ti.
Quiero que sepas lo mucho que me has ayudado, nunca
nadie me había escuchado como tú lo hiciste. No podré olvidarte en toda mi
vida. Te doy las gracias de todo corazón.
Un
abrazo muy fuerte
Elena
Y así acabó la historia
para Elia, nunca volvió a saber de Elena, pero supuso que en este caso no tener
noticias eran buenas noticias.
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