Ir al contenido principal

Entradas

Mostrando entradas de 2014

Una buena lección

Foto de Carles Solís Yo era una feliz profesora de matemáticas. Ejercí mi profesión durante cuarenta años. Nunca tuve un destino fijo por razones que son largas de contar y que no vienen al caso, aunque su esclarecimiento daría mucha luz sobre el mediocre sistema educativo de este país en el que vivimos. Me consideraba buena en mi oficio y casi siempre recibía el cariño de mis discípulos. Hasta que los nuevos tiempos me enfrentaron a una asignatura llamada Atención educativa.   Esta venía a ser el coladero de la mayoría de los alumnos, que huían de la religión. Pero ¡ay de mí! Esos chicos descreídos tampoco respetaban la autoridad de mis canas y   de mi oficio y todo terminó de forma intempestiva cuando le rompí   una silla en la cabeza a Gregorio Contreras. Se quedó varios meses en coma, reflexionando, supongo, si es que ello es posible en tal estado, sobre las inconveniencias de menospreciar las fuerzas de aquellos con los que nos enfrentamos.

Cumpleaños

¡Cuánto tardan! pensaba Felisa, sentada a una mesa que habían instalado, con todo lujo de detalles, para celebrar sus cien años. Era la más longeva de la localidad y se habían esmerado en preparar un gran banquete. Los manteles, de lino blanquísimo, lucían junto a las sillas forradas de la misma tela; las copas de Bohemia esperaban sedientas colores y aromas de vinos de reserva; los platos prometían delicias de ibéricos, quesos, perdices encebolladas y demás manjares dispuestos para la ocasión. ¡Cuánto tardan! exclamó la feliz anciana. Después su nieta Ángela cerró sus párpados con una suave caricia. Cuadro de Evgeny Lushpin

El camino

Foto de Gabriel Figueroa Me llamo Amanda Alterio y nunca he entendido a los hombres. Hubo un tiempo en que fui adicta a las relaciones sentimentales. Necesitaba enamorarme para sentirme viva y creo que esta peculiaridad de mi carácter me ha llevado más de una vez al fraude. Llevo en mi maleta todo lo que poseo, un poco de ropa y un par de libros; y en mi corazón conservo un ramo grande de amores marchitos: olvidados, unos; cruentos, los menos. Miro al horizonte con esperanza y algo de miedo. He dado el primer paso de un camino que no sé a dónde va a conducirme, aunque sé que la muerte es la meta y las letras mi gran consuelo.

Sueño, luego vivo.

Sueño, luego vivo, tu sonrisa confiada apoyada en mi hombro maternal. Escucho tu parloteo incesante hablándome de esto y de lo otro... Sin pausa... Por la noche te leo un comic de Tintín hasta que el sueño te transporta a otro lugar. Llega el día de tu debut en el cine, acudimos, solemnes, al estreno de ET, tu vocecilla de niño resuena en la sala en la primera escena: -¡Mira, mamá, una casita en Canadá! Risa general. Después te comportas como un caballero, muy atento a la pantalla hasta que tu voz suena de nuevo: -Mamá ¿cuándo sale Popeye? Otra vez las risas de la gente, se lo toman bien, no nos echan del cine. Una fiebre infantil nos recluye en casa, llevamos batas de cuadros y zapatillas, la estufa de leña caldea la buhardilla, jugamos a las cartas, mientras una cacerola recoge las gotas de lluvia que se filtran por el tejado, plas, plas, plas... Otro día vamos muy serios al Teatro Principal, Tricicle nos entusiasma, cuando salimos me dice

La elección

                                        Siempre seré una niña. Aunque un velo blanco disfrace mi negro pelo y el azar me lleve a una calle Parisina en un día lluvioso acompañada de mi último amante. El azar metamorfoseado en  una sustanciosa oferta de la agencia de viajes de la esquina de mi casa. Y henos aquí, jugando a viajeros olvidados del tiempo y amándonos en un hotel de tercera del Barrio Latino donde respiran sugestivas historias de otras épocas. Nuestra existencia arrojada, en otro momento, a la misma mesa del café donde Sartre y Beauvoir hablaban de que el ser humano está condenado a ser libre. Yo  hice pronto mi elección: siempre seré una niña. 
1 Dos   extraños curiosos impertinentes   en un tren de largo recorrido Ernesto Martí bajó de un taxi en la estación de Sants de Barcelona a las cinco   de la tarde de un otoñal viernes. Faltaban pocos minutos para que saliera su tren en dirección a Valencia. Se apresuró con la maleta. Cuando llegó estaban a punto de cerrar el puesto de control. Pasó su equipaje por el escáner y entregó su billete a una azafata que lo saludó con cortesía. En el tren se hallaba ya Pablo Méndez cómodamente instalado en la parte del tren en que los asientos se miran y se despliega una mesa. Había puesto sobre ella un libro de Paul Auster y estaba consultando unos mensajes en su teléfono móvil. Ernesto llegó a su asiento que estaba justo enfrente del de Pablo. Colocó su maleta en el estante superior encima de su cabeza y se sentó dejando su bolso de mano en el asiento de al lado que estaba vacío igual que su gemelo del lado de Pablo. Los dos hombres se miraron con disimulo. Pablo empezó primer