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La vida fuera del tiempo


El tiempo se quedó detenido bajo las ramas de una jacaranda. Sus verdes hojas se mecían al ritmo de una suave brisa otoñal al mismo compás que sus pletóricas flores moradas. El día era ceniciento. Mariana tomó asiento en un banco del parque y dejó pasar las horas con  aire ausente olvidándose  de ellas por completo. Luego llegó la lluvia, una lluvia fina que la roció suavemente sin calarla y ella siguió allí porque no recordaba ni su nombre. Acertó a pasar por el lugar uno de sus vecinos, Andrés, un jubilado que frecuentaba aquel parque y que se quedó extrañado al verla con la mirada perdida y un descuidado aspecto. Se acercó a ella y le preguntó si le sucedía algo. Ella le miró como quien vuelve de un largo viaje sin reconocerlo y le dirigió algunas frases sin sentido. El hombre llamó a una ambulancia y se fue con ella al hospital más cercano. Allí declaró que Mariana vivía sola en el mismo edificio que él, que nunca la había visto en aquel estado, que era una mujer afable aunque solitaria y que hacía un año que se había retirado de su trabajo de maestra en una escuela del barrio. Les habló de una hija que la visitaba con frecuencia pero no pudo decirles cómo localizarla. Entre tanto, Mariana apretaba su mano con delicadeza como si lo hubiera hecho toda la vida y Andrés supo que su existencia acababa de adquirir un nuevo sentido: ayudarle a recordar quién era ella.   

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