Al fin he conseguido papel y lápiz para narrar las extraordinarias circunstancias que me trajeron a este lugar y, de paso revivirlas con la misma intensidad.
Llegué a La Habana una tarde del pasado julio. Me alojé en el Nacional. En cuanto dejé mis pertenencias en el cuarto, salí a perderme en el laberinto de sus callejuelas. El sol azotaba mi piel en la que me parecía una isla encantada. Divisé el Malecón al fondo y el mar apareció ante mí, como si lo viera por primera vez en mi vida, estriado de azules cobalto, esmeralda, azur y marino y otras tonalidades cuyo nombre desconozco.
Entonces la vi, quieta en un espacio que me pareció el centro del Universo, y se grabó para siempre en mi retina desafiando las leyes del tiempo. Era muy joven, morena, de grandes ojos negros, media melena suelta agitada por el viento y unos labios voluptuosos que tenían el sabor de la canela , según supe luego. Brillaba toda ella como si el sol le brindara uno de sus rayos.
-Busco el número uno -me dijo.
-Pues estás de suerte porque ese soy yo.
-Ja, ja, ja, -rió mostrando sus blanquísimos dientes- quería decir el número uno de la calle.
Su risa acabó de enloquecerme y la vi todos los días sumido en un éxtasis que me conducía ciegamente hacia mi destino.
Un año, ocho meses y veintiún días aguardaré en esta celda y después seguiré esperando pacientemente hasta que ella cumpla los dieciséis.
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