Había
escrito una historia tétrica aquella tarde. Se desarrollaba en un oscuro
callejón con altos arbustos a los lados pertenecientes a las casas vecinas.
Mientras lo recorría con gran inquietud, una sombra surgía de entre las ramas y
allí encontraba yo la muerte a cuchilladas, sin piedad y exenta de toda lógica.
Cuando lo terminé, quedé profundamente insatisfecho y abandoné el relato en un
archivo de mi ordenador. Más tarde, cuando la noche cayó como un pesado fardo,
un impulso irrefrenable me llevó a deambular por las calles de mi ciudad sin
rumbo determinado. De pronto llegué a un lugar que respondía exactamente al que
yo había descrito en mi cuento. Preso del pánico, desanduve el camino a toda
prisa y no paré hasta dar con mis huesos en un iluminado bar donde unos cuantos
tragos y una banda de jazz, me devolvieron la calma.
¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, íba al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún...
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