Estaba
a punto de terminar mi novela cuando me surgió aquel viaje ineludible. No me lo
pensé dos veces. Le di las llaves de mi deportivo a Esther, mi mujer, y cargué
con la máquina de escribir y unos cuantos folios. Tenía la sensación de que si
no soltaba el final que la noche y los sueños me habían revelado lo olvidaría
todo y nunca podría concluirla. Le pedí que condujera despacio y fui tecleando
todo el camino. Después de cuatrocientos kilómetros conseguí poner la palabra
fin. Mis protagonistas encontraban la muerte en una carretera comarcal. Alcé la
vista justo a tiempo de ver el camión
que se nos acercaba peligrosamente de frente y di un volantazo certero que despertó
a Esther y nos salvó de un aciago destino.
¿Por qué respiras y quieres seguir respirando? Nunca me he formulado esta pregunta ni tampoco la que encabeza este texto. Me encontré un buen día, hace de esto ya mucho tiempo (a mitad del siglo pasado), existiendo y mi vida, supongo, era normal, tenía una familia, una casa, íba al colegio, mi padre era comerciante y mi madre se ocupaba de las labores del hogar y de nosotros, sus tres hijos. Salíamos los fines de semana (a tomar gambas a la plancha de aperitivo los domingos después de misa, de eso me acuerdo muy bien). Recuerdo muchas otras cosas que no vienen al caso y recuerdo también que desde siempre había un sueño que estaba conmigo, desde que leí los primeros libros, ese sueño era escribir, ser escritora, tener un aspecto serio y distinguido y hablar con fluidez de los asuntos más profundos de la vida. Pero ese sueño, permitidme la reiteración de la palabra, no era un deseo consciente, no era algo a lo que yo aspirara, no me consideraba agraciada con ningún...
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