La
reina Blanca, harta de las estrictas reglas del juego de la corte, huyó una
noche aprovechando el silencio y la oscuridad del escenario. Salió a un mundo
que le pareció excepcional: lo primero que vio fue una hermosa luna llena reflejada
sobre un mar en completa calma. ¡Lo que me estaba perdiendo -se dijo- siempre
encerrada en aquel palacio! Anduvo por la playa hasta que el sueño la venció y
se quedó dormida en una barquichuela varada en la arena. La despertó un sol
radiante y las voces de unos pescadores que se acercaban. Tuvo tiempo de
esconderse tras una roca y se dio cuenta de que tenía que cambiar sus suntuosas
ropas si quería pasar desapercibida entre la gente. Se dirigió al pueblo donde
encontró a una mujer, de edad y forma similares a la suya, que estaba barriendo
la entrada de su casa. Esta se sorprendió mucho al verla toda vestida de blanco
y con una corona sobre su cabeza.
-Te ofrezco mi corona a cambio de tu
vestido y algo de comer, estoy hambrienta.
La
mujer no salía de su estupor pero le pareció una buena oferta. La invitó a
entrar en su casa y le sirvió un buen trozo de bizcocho y un tazón de leche. Después examinó la corona calculando
la cuantía de su buena fortuna. Le dio a la dama el mejor de sus vestidos y
escondió bien la joya temerosa de que alguien se la arrebatara.
La
reina salió de nuevo al mundo, con un vestido rojo veraniego y unas sandalias
del mismo color, dispuesta a conquistarlo. No fue fácil, probó variados oficios
y diversos estados y solo encontró la paz y el amor que buscaba en un hospital de Guinea Ecuatorial, ayudando
a los niños enfermos de malaria donde,
además, tuvo la fortuna de cruzar sus ojos con un abnegado médico del que se
enamoró profundamente.
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