Querido Mariano:
Te escribo esta carta después de días y días de indecisión: mi cabeza, mi corazón y el resto de mis entrañas presas de un torbellino en plena ebullición. Te escribo, Mariano, sin la posibilidad de dejar de hacerlo, aunque sienta un pánico irracional a enfrentarme con la pluma y el papel. Te escribo con la misma necesidad con la que el sol sale cada mañana aunque a veces se oculte tras intensas nubes grises que nos impiden ver sus dorados perfiles.
Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que nos vimos, demasiado. A veces, alguien me habla de ti. Me encontré con Lola, a finales de Julio, me contó que seguíais reuniéndoos en Almuñécar todos los veranos. Todos los amigos de entonces, los que en los 70 queríamos cambiar el mundo, los que corríamos delante de los grises y los que pasábamos horas y horas hablando y riendo, yendo a cine clubs y asistiendo a recitales de Raimon y de Lluis Llac o de Joan Manuel Serrat. Sólo faltaba yo en esas citas estivales. Yo, que después de haber estado tan cerca de vosotros, de ti, ahora me veo condenada al exilio afectivo porque ya ambos tenemos otros amores; porque nuestros hijos no son fruto del tiempo que compartimos; porque nuestras vidas siguieron rumbos distintos e irremediables.
También sé de tus éxitos profesionales: tecleando tu nombre en el Google puedo ver tus libros, tu actividad académica, tus congresos… Todos esos avatares que suelen llenar una vida y de los cuales deduzco que la tuya debe de estar plena de satisfacciones.
Pero hay otra vida, Mariano, otra vida tan real como la de fuera y de esa es de la que quiero hablarte. Un día me dijiste que yo era una insatisfecha y que lo sería siempre. Anduve mucho tiempo como cumpliendo la condena que tu lapidaria frase me había impuesto seguramente sin yo merecerla, sólo era tu versión de nuestro fracaso que tú cargaste sobre mis espaldas y que llevé durante mucho tiempo como un fardo pesado. Viví de derrota en derrota, de sucesivas caídas y de tenaces resurrecciones. Tus palabras me volvían una y otra vez a la memoria y llegué a creer que ése era mi destino que tú habías vislumbrado.
Eras el hombre de mis sueños. No quiero decir mi príncipe azul, ese hace mucho tiempo que voló de mis fantasías. Eras el recurrente amor con el que soñaba una y otra vez como si el tiempo no hubiera pasado y continuáramos juntos y fuéramos felices y, otras veces, aparecías como el amor esquivo con el que me sentía tan desgraciada. Luego, de día, pensaba yo, analizando sueños o pesadillas, que tú habías sido la oportunidad que yo había perdido de ser feliz y que aquella maldición me perseguiría siempre: “Eres una insatisfecha y siempre lo serás”.
Ahora, en la distancia, y cuando por fin he conseguido encauzar mi vida y ser dichosa, quiero hablarte sin rencor ni cobardía. Sé que algo se rompió entre nosotros quizá desde el primer momento en que intimamos aquella noche en que una lluvia insistente me impidió salir de tu casa y, por primera vez, unimos nuestros cuerpos desnudos y nuestros corazones. Sé que, a pesar de nuestro profundo amor, siempre hubo esa grieta que no supimos cómo tapar. Sé que nunca nos entregamos enteramente el uno al otro y que esa falla nos pasó factura y los lazos que nos unían se fueron rompiendo poco a poco, porque fue una ruptura lenta y no desprovista de dolor, al menos en lo que a mí concierne. Creo saber también el motivo de ese desgarro primero, pero no voy a decírtelo, quizá tú también lo sabes. No sé si volveremos a vernos, el tiempo apremia y las distancias se alargan. Tampoco sé si mis palabras tendrán para ti algún sentido, pero yo necesitaba decírtelas, decírmelas, para cerrar ese capítulo de mi eterna insatisfacción.
Esto es todo, Mariano, sólo quiero concluir mi carta diciéndote el profundo afecto que, a pesar de todo, me une a ti. Hasta siempre.
Lucila
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